Cual lobo de la tundra, el perro del vecino le cantaba a la luna. Para muchos una molestia, para mí un alivio. Junto al grave silbido de la brisa, el código Morse de los insectos y el tono funerario las aves nocturnas, los aullidos caninos tomaban el papel de la soprano en una melancólica sonata. De todas formas, luego de aquellos días de afiladas pujas y pútridos estancamientos, me he privado a mí mismo de las arenas de Morfeo, ya sea por la incesante lucha a muerte contra el hombre en el espejo o por medio de aquel néctar obscuro de tibio amargor que exaltaba mi ser con cada sorbo. Sumido en colchas y tapado en pensamientos, admiraba las grietas de los tablones del cielo raso por donde las hormigas continúan su persistente procesión, llevándose cualquier hojita, migaja o ley de la física consigo. Como un padre primerizo sobreprotege a su primogénito, me empeñaba esa noche en alejar de mi conciencia a los recuerdos punzantes que acostumbran a acechar a estas horas, una tarea que se ha vuelto tan ardua que ha empezado a tallar muescas en mi rostro cada vez más difíciles de ocultar. En silencio, batallaba tan ferozmente que hasta el vecino del último piso podría contar las bajas.

Agobiado por el fracaso de mi bastión psíquico, me extraje finalmente de mí lecho, tan rígido como la cama de un mausoleo, cuidando que las olas de mi huida no arrebaten a María de su letargo. Atravesé los indiferentes pasillos de mi apartamento para alcanzar la salida. Las puertas, que de día guardaban partes de nuestro día a día, se habían convertido en pasadizos a la nada eterna. Las sombras me alcanzaban, me tomaban de los brazos, como llamándome. Me habrán confundido con otro. Me apresure a la salida. La llave renegó de su tarea. Reafirmé mi mano y sometí tanto al bronce como la madera. Temo que algún día los dientes de aquella llave cedan, dejándome a merced del polvo y las tinieblas.

Al poner finalmente un pie delante del umbral, fui enteramente bañado por la luz de plata. mis músculos y mis neuronas se tensaron. Similar al sentirse expuesto, cual actor o trapecista. No muchos segundos después, la orquesta nocturna volvió a inundar mis tímpanos, devolviéndome la serenidad. Habiendo llegado por fin a un oasis psicológico, con la dulce algarabía y la fresca brisa de madrugada, dejé caer mi peso sobre el pilar de concreto y pude así dejar ir las cosas: la inflación, la cañería rota, las boletas, el radiador de mi auto, mi trabajo, mi divorcio, maría y su riñón. A todos ellos, con cada lagrima salada, los acompañé a la puerta y les dije adiós, o por lo menos hasta pronto.

Las hojas de los ligustros, como cascabeles, aplaudían con la brisa. El mío no era un gran patio, ni mucho menos uno bien cuidado, pero prefiero pararme ante el pasto fresco que ahumarme en el asfalto profanado por chicles y mierda de animal. La vista de mi compacta llanura era secamente interrumpida por el gris de la tapia que del mundo exterior solo permitía ver los techos vecinos y el techo nocturno. ¿Cómo es que, en una tierra sin cuidado, aun así, algo crece? por supuesto que tales plantas no son deseables: yerbas de hojas ásperas y de un verde lavado, sin flores ni frutos ni tampoco mantienen una regularidad militar como el pasto. Entre aquella maleza se resguardaba una parte de los concertistas de la noche, los grillos, que ya iban por el segundo movimiento de su nocturno, con el aullido como voz cantora.

Lo que podría guardar mayor similitud con aquella angustia hecha sonido de los canes podrían ser los alaridos artificiales de las patrullas o ambulancias. El aliento y la resistencia de aquellos animales para mantener tal opera a lo largo de la noche no tiene nada que envidiarle a Pavarotti. En comparación, mi boca se secaba luego de las veinte palabras y mis pulmones se vaciaban a la primera carcajada. Por más que me esforcé, no pude escaparme del cuestionamiento, o tal vez dejé que me atrape para distraerme de ponderaciones más desgarradoras. ¿Qué impulsa a esas criaturas a llevar aquel ritual por tantas horas? La angustia sería una respuesta fácil, pero ¿qué puede apenar a ese animal? Su amo es justo y atento hasta donde yo sé, su mente apenas se sufre a sí misma con tan efímeras reminiscencias que más ha de añorar el desayuno que a su difunta madre. ¿Será pena en realidad, o solo es la respuesta de una balada ajena de alguno de sus pares lejanos, al igual que los lobos que de esa forma se localizan unos a otros en la cruel intemperie?

Revisando los estereotipos licantrópicos, algo pica en las arrugas de mi cabeza. ¿Qué papel cumpliría la luna, la primera y más honorable espectadora de la ópera lupina? ¿sería participe? ¿Estará todo dirigido realmente a ella? Desde el punto de vista humano, junto a cualquier tipo de misticismo y divinidad con las cuales se la pudo haber pintado, el satélite fue reducido por la ciencia y los cohetes a un cálculo polvoriento que se desplazaba por el cielo por medio de diagramas y ecuaciones. Cualquier intento de volver a liberarla de sus ataduras empíricas resultaba en una fantasía temporal con la verdad respirándole en el cuello. Pero la visión animal es pura, sin la contaminación de la física y la matemática e incluso sin el embelesamiento religioso.

El perro y la luna son, en cierta forma, lo mismo: vástagos de la naturaleza, retoños de la entropía, cortados con la misma tijera metafísica. ¿será entonces que se comunican de hermano a hermano? Pero, si ese es el caso, ¿Por qué le grita en vez de hablarle? Tal vez porque sabe que una gran distancia los separa. Más, aun así ¿Por qué usa un tono funesto y desgarrador? Tal vez cometí un error en mis suposiciones ¿será que no se trata de una comunicación entre pares sino entre enemigos? Después de todo, el hecho de que tanto yo como mi vecino seamos seres vivos no nos lleva necesariamente a actuar como camaradas ¿Resultará que en vez de amabilidad hay terror en el aullido? ¿Creerá el animal que, al posarse en el cenit, la luna caerá sobre la tierra? Tal vez la razón gire en torno a algo más fundamental, algo en lo que ambos, la luna y el can, se diferencia completamente y en lo que, a la vez, mantienen una similitud.

En tiempos de antaño, luego de una exitosa cacería, aquellas bestias antepasadas del perro atravesaban raudos los bosques para llegar a su madriguera, tratando de ganarle a la noche. Pronto, la estrella se ocultaría tras las montañas. Pero, en esta ocasión, la luz no se apagó. el brillo cálido del día se transformó en un fulgor plateado que bañó las hojas y las piedras con desdén. “¡un segundo día!” seguro pensó el animal, “más tiempo para cazar”, Y con esto zambullóse nuevamente al campo abierto. por pura casualidad, mientras jugaba con sus parientes o al tumbarse accidentalmente, su visión finalmente se toparía con la cosa que le regaló aquel nuevo día. Solo pude simular los pensamientos que aflorarían entre las sienes de aquella bestia bruta al ver aquel cuerpo en el cielo, no rugoso e irregular como cualquier pedrusco, sino liso y parejo, proyectando su brillo, incoloro como el hueso, y al cual solo el destello fugazmente reflejado por los ojos de algún depredador se le podía asemejar. presente en el cielo, pero sin volar como lo haría un ave. Aparentaba estar quieto al principio, pero, al retorno del vigía matutino, ya se habría esfumado del firmamento. Aquel objeto desgraciado que no debería estar donde esta o hacer lo que hace. que, desde lo profundo de las sombras eternas del inconmensurable mar de la creación, asomaba su horripilante rostro, a veces indiferente, otras esbozando una macabra sonrisa, y que, luego de que el último suspiro abandone los pulmones de aquel antiguo can, y el flujo de sangre en sus venas se seque, y que la última de sus costillas se esfume en una centella de fosforo, aquel ente alienígena seguirá allí. Presente. Puntual. Vigilante.

El pobre ser del bosque solo pudo hacer una cosa y, de generación en generación y del bosque a la ciudad, se transmitió la tradición. Mas que reírme de la ignorancia del animal resisto la urgía de llorar con él y añorar las eras en las que, como raza, compartíamos su inocencia, pues su cantar no es más que la reacción de un vástago de la naturaleza al descubrir la anti-naturalidad de esta misma. A pesar de todos nuestros siglos de evolución y desarrollo, continuamos construyendo un catillo de telarañas que flota en aguas implacables, ya que ahora ni las ciencias mejor desarrolladas ni las piezas tecnológicas más avanzadas pueden darnos concreción, una cláusula de sentido, un cierre de telón a nuestra existencia. Seguimos estando a merced, pero a merced de qué aún no sabemos…

He sido derrotado nuevamente. Solo cuando el febo anunció su llegada con pinceladas cobreadas por todo el horizonte, me percaté que mi pequeño recreo había superado las 3 horas. Las ideas negras y pensamientos pútridos habían tirado abajo mi escueta empalizada, haciéndome su prisionero. Pronto tendría que preparar el amargo icor y armarme de voluntad para lidiar con la rutina diaria. Sin más, coloque mi mano en el picaporte. Giré mi cabeza para dedicarle una última mirada al objeto de mi divagación mental, pero fue en vano. Ya no estaba.

Fin

Por Felipe Durando

Felipe Durando

Es de Santiago del Estero. Escribe, pero no se sabe si mal o bien. Tambien toca musica pero cuando tiene ganas. Estuvo en tres escuelas y está por recibirse como filósofo (o sea que hasta ahora todo mal). la escritura, el comic y la animacion son sus pasiones, aunque deberia preocuparse más por conseguir un laburo estable, casa y pareja.

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